Todas las tardes, a eso de las seis, ni un minuto después, Rosa María, que desde la adolescencia su única ocupación fue cuidar de sus padres, viejos y achacosos, salía al balcón de su casa, de punto en blanco, y se sentaba en el mecedor. Ponía la vista allá donde el camino se pierde en la distancia y se quedaba, como en trance, atisbando. Más bien pareciera como si aguardase la llegada de alguien.
Al principio fue toda una novedad verla vestidita y acicalada, endulzando el agrio perfume que se respiraba en Palo Seco, nombre que se inventó la gente para denominar a aquel lugar donde todo se da en abundancia, menos lo indispensable.
Una novedad que todos celebraron a hurtadillas, pues imaginaron, por eso la espiaban a toda hora sin que se diera ella cuenta, al menos así ella se los hacía creer, que se había enamorado. ¿Será de Rogelio, el ayudante de don Juan, el caminero? No, ha de ser de Guilín, el vecino de enfrente, que la mira con ojos de poeta. Nada de eso. ¿No te has dado cuenta cómo comparte con el telegrafista?… 
Cada habitante de aquel pueblo escondido en la inmensidad de la planicie le adjudicaba un furtivo amor a Rosa María.
Hasta se hizo una lotería clandestina que llegó a acumular, dicen, varios miles de pesos, con los nombres más inverosímiles que iban, desde Jonás, el nonagenario padre de casi todos en el poblado, hasta Escolástico, el recién nacido de Casiana, la única puta que había por los alrededores.
Los más dados al juego y a las especulaciones se jugaban cuanto tenían a que el gran amor de Rosa María era Villarán, el perro sato que rondaba los patios de la vecindad. ¿Quién iba a imaginar eso, con lo mosquita muerta que parecía?
El asunto es que de buenas a primeras todos en Palo Seco se fueron acostumbrando a la idea de que Rosa María aguardaba la llegada de un amante misterioso. Quizá un extraterrestre, argüían los aficionados a las ciencias esotéricas, y a la misma hora se les veía asomados por cuanto boquete encontraban, escondidos entre los matojos o trepados en las ramas de los viejos robles.
Todos, hasta el párroco de la ermita y el viejo ciego que veía más que los videntes.
Eso lo hicieron al principio, porque después, cuando ya no les causaba ninguna vergüenza que les tomaran por entrometidos, se arrimaban, como ovejas mansas al pórtico de su residencia, pero como ella no les hacía caso, desistieron de interrogarla y se dedicaron a mirar, embelesados, el horizonte que solo traía el tufo de los animales muertos en los caminos y una que otra bola de arbusto seco que pasaba de largo sin llamar la atención.
Una tarde, a las mismas 6 en punto, ni un segundo antes de las hora indicada, se la vio bajar, sin decir ni jota, los dos peldaños que la conectaban con la única vía pública del poblado y todos la siguieron con la mirada hasta que desapareció, dejando al irse un pueblo desolado, vacío. Muerto.
© Josué Santiago de la Cruz
Gracias Gloria por tu lectura y el comentario tan elocuente.
Te recordó a García Márquez porque somo una América, a ese lado del Río Grande y al otro lado del Golfo de México que vive y sufre los mismos conflictos, se expresa de la misma manera y cae mil veces en el mismo vicio.
Un abrazo.
Josué
Qué final!!!!!!!!! Aplausos mil. Pintas a una sociedad que vive del chisme, del qué dirán, de la vida ajena para esconder la propia. Sitúas la acción en un pueblo cualquiera donde se identifican los tipos humanos y sus desgracias. Me gustó mucho la imagen del gentío sin pudor espiando en escondrijos impensados y alimentandose de la carroña de la verborragia negativa. Y ese final, al desaparecer el objeto de burla, el personaje de su vida prestada, se mueren sin poderse inventar una existencia que valga la pena.
No sé porqué me recordaste a García Márquez, Tu pueblo es de realismo, pero tiene algo de mágico.
Cariños.
Gloria