Caminó con los pies en sus manos.  Sus puños se agigantaban cuando quería tirar un paso al frente con las chancletas que le servían de cojín.  La noche estaba lluviosa. Al traspasar las puertas del tren, el ruido le trituraba los oídos.  Se llenaba de pesadillas en aquella esfera de ajetreo y cambio emocional, tal como el  que vuela hacia otros rumbos como paloma con sus piernas escondidas antes de levantar vuelo.

El vagón del medio se abrió y comenzó su faena diaria. Enrollado por su cintura en un tubo de goma colocado sobre un patín se dirigió a colectar sus limosnas.  Esa noche de pocos pasajeros, sólo un hombre decidido a aceptar sus condiciones arrojó en el pote una peseta.   Al atravesar el siguiente vagón se dio cuenta que no había nadie y decidió echar un Padre Nuestro.   Con sus manos extendidas y su mirada alta logró echar el Ave María.  Cuando llegó al vagón del  frente le dio una mirada de odio al conductor  y salió por la doble puerta donde una mujer y dos niños lo esperaban con un carrito de ruedas.

© Edwin Ferrer, 11/12/2009