No se percató de la tempestad cuando sembró el desorden y selló su futuro en la zafra. Gastó sus manos para inventar los surcos que luego marcarían su rostro para siempre. Tejió con su mente la pava para protegerse del ardiente sol costero que invadía sus sueños de tener un hogar. Nunca cesó de trabajar al imaginarse formas no logradas, cuando el machete lo turbó y lo dotó de instintos fabulosos.

Los callejones de Lanausse se encargaron de abrirle camino a su imaginación de algún día llegar a ser capataz. Trabajó de sol a sol para que la luna le cantara su gloria. Al llegar el tiempo muerto, la tierra lo acogió cerrando su maleta de sueños para siempre. Logró su sueño después de la muerte, pues yacía bajo el cemento Ponce de todas las urbanizaciones que construyeron sobre los cañaverales. A lo lejos, la Central Aguirre lo velaba desde el horizonte con sus brazos rotos y una gigantesca chimenea que dejó de botar humo para siempre.

Edwin Ferrer 12/04/2009