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Capítulo 1. El hueco

 


Hace muchos años, la verja que separa a Salimar y Bella Vista fue vandalizada. Alguien hizo un hueco en la verja para añadir un atajo más a los muchos que ya existían por todo el pueblo.

 

Doña Martirio, la administradora del caserío en aquel entonces, ordenaba reparar la verja una y otra vez. Esfuerzo inútil porque al día siguiente el hueco reaparecia más grande.

 

Un día, frustrada por no poder contener el vandalismo, Doña Martirio llegó a la cancha de baloncesto e interrumpió el juego de los muchachos, demandando a gritos la identidad de los responsables del daño a la propiedad. Maneco Castillo, un tipo espigado que soñaba con ser actor, se paró en medio de la cancha y se bajó los pantalones. Subió el telón de un imaginario escenario, comenzó la función y con su voz de barítono dijo lo siguiente:

 

 —  “Mi querida señora, juro por sus espantosas chancletas que el culpable es Fuente Ovejuna. Nuestra son las tenazas y nuestra es la culpa. Si el castigo es su menester, Yo soy la oveja del sacrificio. Aquí están mis nalgas al aire para que  usted haga honor a su tormentoso nombre. ¡Azote duro, azote sin medida ni clemencia!” —

 

Doña Martirio, que no bregaba con locos, se fue de allí echando humo.

 

Los muchachos vitoreaban a Maneco, quien, como todo actor, inclinaba su cuerpo en reverencia tirando besos al público que lo adoraba.

 

Después de ese incidente, el hueco quedó en la verja  por muchos años.

                          

Capitulo 2.  La calabaza

 

Hace poco salí a caminar por el pueblo y pasé cerca de la verja de Salimar buscando el atajo hacia Bella Vista. Me estuvo curioso el ver que allí, donde por tantos años hubo un hueco, hoy hay un portón.

 

Mientras cruzaba el atajo me acordé de Serafín Arocho y su encuentro con Perucho Clemente.

 

A Serafín le gustaba cantar por las calles y contar historias de sus aventuras en los atajos y sendas que existen en el pueblo.

 

Perucho Clemente cumplía una larga condena en la cárcel de Guavate por asesinato.

 

Cuando Perucho se escapó de la cárcel, se convirtió en el fugitivo más buscado en todo Puerto Rico.

 

Mientras andaba huyendo, para cobrar venganza, cometió dos asesinatos y también se agarró a tiros con las fuerzas del sargento Matute. Lo buscaban por tierra, aire y mar.

 

Cuando niños, Serafín y Perucho cruzaron sus caminos allá donde crecen las calambreñas: en la Cueva del Indio y el crematorio.

 

Serafín, era un soñador, siempre anhelando lo que hay más allá del horizonte. 

 

Perucho, siempre desbocado por la vida, era un tren sin frenos, una nave sin rumbo, una oveja descarriada.

 

Ambos conocían los recónditos senderos y atajos del pueblo, las piezas de cañas, los pastos y los montes.

 

 En aquellos tiempos, en el crematorio, entre montañas de cenizas y basura, crecían los pepinillos, las calabazas y los tomates.

 

 Fue allí, que disputándose unos tomates, Serafín le dio una paliza a Perucho y le puso una calabaza de sombrero.

 

Aquel día, Perucho, humillado y furioso, juró vengarse.

 

Capitulo 3.  El Encuentro

 

Una tarde pasó algo inaudito. El soñador Serafín, bajo los rayos del candente sol, se sentó en lo alto de la chorrera de metal donde solían jugar los niños del caserío. Cruzó sus piernas, cerró los ojos y se puso a meditar como si estuviera en la cima del monte Everest.

 

El sol de las doce no perdona y le dejó el cerebro frito y el fondillo ardiendo.

 

Despertó casi en un trance y se fue a buscar el alivio de un mabí bien frío en casa de Vitín, el de Las Marías.

 

Cuando pasaba por el hueco de la verja salió de repente una pareja de enamorados de unos frondosos arbustos.

 

Interrumpieron su andar y lo bajaron de las nubes, haciendo turbias las aguas de su laguna de fantasías.  

 

El hombre tenía dos tatuajes, una cruz en la frente y una lágrima negra en la esquina del ojo derecho. Sobre su cabeza un pañuelo ordinario de esos que usan los rufianes.

 

La mujer, morena de ojos azules, de carnes firmes y armonioso vaivén. Una cinta roja y un clavel silvestre adornaban su pelo. Un querubín, dulce tentación, un bombón, una potra, así era ella.    

         

 El hombre se acercó a Serafín y lo miró con odio y mucho desdén.  Sediento de venganza empuñó el revólver que llevaba en la cintura.

 

 Le preguntó:  —”¿Te acuerdas de mí?”—

  

Con la mirada fija en el revólver de Perucho, Serafín se llenó de espanto. Fueron muchas las cosas que pasaron por su atemorizada mente: muerte, venganza y heroísmo.

 

 Un pensamiento más fuerte que todos los demás iluminó su mente. Y así le dijo al villano, mientras le echaba un vistazo a la bella mujer.

 

— “Tu eres el lobo feroz, que devoró a Caperucita” —

 

En ese mismo instante oscureció el lugar la sombra de un inmenso pájaro azul con alas de metal que flotaba en los cielos y alborotaba la tierra y los vientos.

 

Perucho, confundido,  miró a su alrededor, buscando por donde correr.

 

Corrieron y se refugiaron en una glorieta cercana donde el pájaro azul no podía ver.

 

El momento era tenso. Serafín intento ganarse en vano la confianza de Perucho diciéndole:

 

 —”No tengas cuidado de mi, los enemigos del Sargento Matute son mis amigos. No soy como el camaleón que cambia de color cuando le conviene. Camaleón, rastrero de sangre fría, tu sordera no te quita lo de lengüilargo. Camaleón, en las oscuras     veredas apagas la lumbre de las luciérnagas y esperas en la encrucijada para matar la verde esperanza.” ­ —

 

Perucho le puso el revolver en la tapa de los sesos y dijo:

 

— ¡Cállate filósofo de callejón!

 

Con necias palabras pretendes ser mi amigo para salvar tu vida. Eres una rana que se hincha de aire y sacas pecho para darte un prestigio que no te corresponde, porque después de todo, sólo eres un sapo de letrina.” —

 

Entonces Serafín, traicionado por los nervios, hizo como el moriviví y se durmió en las pajas.

 

Cuando Perucho estaba a punto de disparar, la dulce voz de la bella mujer lo detuvo.

 

 — ¡Él es más útil, vivo que muerto! — dijo la mujer.

 

Ella se acercó a Serafín, con suave voz y dulce aliento, sopló en su rostro dejándolo sonámbulo y enamorado hasta los tuétanos.

 

 — “Eres el señuelo y la salida y contigo voy a la gloria,”—  le susurró al oído.

 

La voz del buen juicio y la razón pudo más que la venganza y la maldad y entonces Serafín y el fugitivo intercambiaron sus ropas.

 

Salieron de la glorieta por diferentes senderos. Perucho se escapó por el atajo que hay entre la reserva del ejército y el caserío; el mismo sendero que termina a unos metros del Cuartel de la Policía.

 

Bajo la sombra del pájaro azul, Serafín y la bella se fueron por el hueco en la verja, camino al pueblo.

 

Cuando pasaban por El Pueblito, se metieron por una senda que llevaba a la casa del gigante de hierro. Para los cuerdos, el lugar era mejor conocido como la bomba del pipote.

 

Serafín estaba ciego de amor y para conmover el corazón de aquella mujer, gestionó la alianza del gigante. Y así se trepó en la punta del pipote desafiando al pájaro azul a una batalla mortal.

 

El gigante era solo la sombra del otrora gladiador de fuerza descomunal y que en tiempos lejanos esquivó las embestidas de huracanes y  terremotos. 

 

La batalla duró entre un poco y nada, ya que de un soplo el pájaro azul dejó al gigante tambaleando. Serafín, agotado y vencido, calló en las garras del Sargento Matute.

 

Matute era un bárbaro, y estrangulándole el pescuezo y maldiciendo la existencia de Serafín, le preguntaba por la guarida de Perucho.

 

— “¡Haz conmigo lo que quieras, pero a ella no me la toques!”— exclamó Serafín.

 

El Sargento Matute, no veía ninguna mujer y creyendo que Serafín estaba delirando lo dejó guindando en la torre del pipote.

  

Capitulo 4.  Resignación

 

La última vez que vi a Serafín fue en la glorieta de Salimar.  Ese día demolían el viejo pipote.

 

Desde lejos, Serafín contemplaba la caída del gigante de hierro.  En ese angustioso momento decidió compartir su cordura y en alta voz declaró:

 

—  “Aquella mujer solo fue un espejismo bajo el sol tropical, gata montesa con corona de claveles, que perturbó el sosiego de mi mente. Mujer falacia que ni siquiera en sueños pude besar.” —

 

—  “Las sendas y los atajos de este pueblo son una fuente de aventuras y leyendas. La pareja escondida en un rincón, el borracho, el pillo, el ligón y el más loco de los locos. Todos ellos me han hecho cómplice de sus transgresiones.” —

 

Desprendido en un oasis de felicidad, cruzó el hueco en la verja y se paró en el medio de la cancha donde los muchachos jugaban baloncesto.

 

Allí, en el escenario que hizo famoso a Maneco Castillo, cantó la historia de un efímero amor.

 

Vivía enamorado de una cachipolla,

que una tarde me hizo una tramoya.

Me engatusó y me dejo demente,

para salvar a Perucho Clemente.

 

Vivía enamorado de una cachipolla.

Amante de un delincuente.

Me hizo un truco en la chirimoya,

Sin piedad se reía la gente.

 

Una perla era mi cachipolla,

Yo nunca he querido tanto.

Matute me tumbó esa joya,

De un macanazo levantó el encanto.

 

Los muchachos, que no bregaban con locos, lo sacaron de la cancha con oprobios y a empujones.

 

Y sucedió que una mantis religiosa que por allí tenía su nido, lo picó en la mejilla, se le encaramó en los hombros y poco a poco descendió y se le metió en los bolsillos, donde Serafín tenía el cheque de la pensión.

 

Ajeno a todo y aceptando su dictamen de loco se fue camino al pueblo, feliz y sonriente, en un laberinto de sueños, flotando en el espacio, brincando entre las nubes.

 

Yo lo miraba desde la distancia y cuando Serafín pasaba por El Pueblito, me pareció ver la imagen de un hombre con grilletes y sin cabeza. No sé…, tal vez fue el presagio de su escarmiento.

 

©Roberto López