Se cansó de leer  libros con finales tristes.  Novelas, cuentos dramas, poemas y narraciones de toda índole.  En el Fondo del Caño Hay un Negrito de Jorge Luis González, UsMail de Pedro Juan Soto, La Charca de  Manuel Zeno Gandía, La Carreta de René Marqués, Bagazo de Abelardo Díaz Alfaro, La Llamarada de Enrique Laguerre y tantas otras obras  de gran valor literario, pero que dejan el alma chamuscada.

A sus 22 años, cuando estaba en su cuarto año de universidad decidió que escribiría su propia historia con un final feliz.     

Había estudiado química con grandes sacrificios.  Se albergó en muchos de los hospedajes para pupilos no residentes de la ciudad universitaria y pueblos aledaños.  Hospedajes inhóspitos con comidas poco nutritivas que pagaba con una beca de $50.00 que le proporcionaba el gobierno. Para el pago de la matrícula y los libros sus padres hilaban fino.

La ciudad universitaria le cautivaba. El ambiente universitario que se respiraba en cada esquina le apasionaba y los disfrutaba.  Había de todo: intelectuales proscritos a causa de sus ideas no convencionales temidas por los gobiernos,  juventud trasnochada con sus libros a cuestas en las calles oscuras y semidesiertas, bohemios trashumantes en noches de plenilunio, estudiantes idealistas que pretendían transformar a Puerto Rico y al mundo en un sitio mejor para vivir, revolucionarios auténticos que querían la independencia por el medio que fuera y conformistas embebidos en los placeres que les proporcionaba su acomodada clase social.

Independencia en todos los órdenes de la vida era la palabra que más sonaba en sus oídos.  

El New Victoria y el Lux, cines calurosos y a veces mal olientes, con tres películas en cartelera por treinta y cinco centavos y el Paradise, con aire acondicionado, de cincuenta centavos por película, eran su única diversión extra universitaria.

Los estudios le apasionaban y con ellos se divertía. Las fórmulas químicas eran una especie de arte para él,  veía en el estudio de la fauna y flora las maravillas creadas por Dios, con la literatura y las demás artes alimentaba su espíritu. Acudía asiduamente a las obras de teatro y a las presentaciones de artistas internacionales como Marcel Marceau y otros que se presentaban en la UPI.  La Iglesia del Pilar en la plaza de Río Piedras era su lugar de escape los domingos.

Acabado su bachillerato seguía el trauma de conseguir un trabajo. Seis meses estuvo en esa tarea hasta que consiguió un trabajo de  químico mal remunerado.

Siempre pensaba en su decisión de escribir su historia con un final feliz y en ocasiones, al ver su realidad existencial, eso le atormentaba.  Entonces decidió continuar estudios superiores. Tomó el examen de entrada a la escuela de medicina y lo aprobó con las más altas calificaciones  lo que le valió una beca completa para los estudios.

En la escuela de medicina se encontró con condiscípulos que solo pensaban en la casa, el carro, el yate, las mujeres y los lujos que tendrían cuando comenzaran a ejercer la profesión. Esas conversaciones le disgustaban,  le parecían tontas y se apartaba de ellas.

Concentrado en sus estudios al graduarse de médico recibió los más altos honores de la clase.  Por tal razón las universidades de los Estados Unidos se lo disputaban para hacer el internado y tenerlo en sus facultades. Se decidió por el Hospital John Hopkins de la Universidad de Maryland en Baltimore donde se especializó en neurocirugía.  Allí trabajó diez años.  Enseñó e hizo investigaciones en la universidad.  Sus trabajos investigativos en la neurotransmisión  y neurocirugía cerebral le valieron varios premios y reconocimientos internacionales.

Añorando su patria regresó a Puerto Rico.  Allá y aquí, en su Puerto Rico, vio la miseria humana.  Ricos que tenían acceso a la mejor medicina y pobres que irremediablemente morían por carecer de los más elementales servicios. Se sentía impotente.  Nada podía hacer para aliviar el dolor humano de los más pobres.

Por las noches, cuando se retiraba a descansar, a su mente acudía una y otra vez su proyecto de escribir su historia con un final feliz que se le antojaba lejano.

Entonces adquirió una casa de un millón de dólares, se rodeó de lujos, carros deportivos de último modelo, yates, comidas en los más caros restaurantes y viajes de placer continuos.  Al final vio otra vez la  miseria humana, en este caso la suya propia. Siempre terminaba haciéndose la pregunta vital, ¿de qué te vale esto?,  ¿qué sacas con esto? ¿No es esto vanidad de vanidades y solo vanidad?

Un domingo decidió volver a la Iglesia del Pilar en la plaza de Río Piedras y allí arrodillado ante el Santísimo y ante la imagen de la Virgen del Pilar pidió consejo y ayuda. La respuesta fue inmediata.

Al cabo de cinco años estaba celebrando la Santa Misa como sacerdote y ejerciendo su medicina entre los drogadictos y las clases olvidadas del país.

Murió con una sonrisa en los labios a la edad de ochenta y cinco años. La causa para su canonización se inició de inmediato. ¡Santo súbito!, proclamaban los menesterosos.

© Edelmiro J. Rodríguez Sosa, 3 de noviembre de 2009