Pelear no es fácil. Más fácil es cuando dominas a un oponente con palabras sin tener que tirar un puño. No se derrama sangre ni se tienen ataques de adrenalina.
Para el campeón mundial, esta no era la realidad. Cada vez que su esposa iba a ver sus peleas, sufría más por la caída del oponente que celebrar la victoria de su marido.
Era bueno en el ring y al salir de cada pelea, su pareja le reprochaba la dura pegada.
Era bueno en su trabajo, más sin embargo, al llegar a su hogar las cosas cambiarían.
Una noche en Las Vegas, después de una pelea estelar, ella no se apareció. Al llegar con sus ojos achinados, la cara ensangrentada y las narices achatadas, enganchó los guantes, cayendo derrotado al ver su casa vacía.
© Edwin Ferrer 2/28/2010.
Insisto en que hay poemas que te inspiran a escribir.
Muy bueno la enseñanza que encierra. (^_^)
La literatura, con los matices que le imponga el artista de la palabra, es una proyección, siempre miniaturizada, de la vida real, del arroz y las habichuelas de todos los días.
Conozco do grandes gladiadores del ring, ambos exmonarcas mundiales (uno amigo personal y otro conocido) que sufrieron experiencias muy similares a la que destaca en su narración nuestro amigo Edwin. Pero no porque sus mujeres fueran piadosas y enemigas de la violencia inherente al boxeo, sino por otras razones.
El exmonarca conocido, mientras celebraba una de las más violentas peleas, más arriba de las 160 libras, de que se tiene memoria en la historia de fistiana, la mujer, que decía no acudir a sus combates por detestar la violencia, se le fue con uno que fungía ser su mejor amigo.
Cuando bajó del ring derrotado y sin la corona recibió la noticia de la traición y del medio millón de dólares que ambos se habían volado de su cuenta bancaria.
Lo que le pasó a mi amigo no tiene nombre y si lo tiene es muy feo para escribirlo en ENCUENTRO…
Su carrera pugilística lo hizo millonario y feliz, con una mujer hermosa a la que amaba hasta el delirio y una exhuberante mansión en uno de los campos de New Jersey. Lo tenía todo y lo que tenía le era irrelevante. Pero un día, cuando llegó de un viaje a Los Angeles no encontró a la mujer de sus sueños ni por los centros espiritistas. Se fue con Los Panchos. llamó al banco y se percató que había sacado una fuerte suma de dinero. Fue al cuarto de los trofeos y cuando abrió la caja fuerte, donde guardaba un efectivo de $1,000,000, por si las moscas, se dio cuenta de que también eso había cogido la villa ‘e Diego.
Con los años lo perdió todo y hoy es empleado en una compañia de jardinería y una de sus responsabilidades es podar la grama y los árboles de la que fuera su propiedad.
De su mujer, del dinero ni se diga, no ha sabido nada.
Cada vez que recuerda aquello se le salen las lágrimas y yo no me atrevo a decirle: “Vamos, hombre, que los campeones no lloran”
Palante, Edwin.