Los recientes acontecimientos en la Universidad de Puerto Rico nos convocan urgentemente a repensar la universidad pública y su papel en la sociedad puertorriqueña. Es indispensable entender que cualquier planteamiento sobre esta entidad debe estar enmarcado en el contexto del país real, aquel que, como ha señalado la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se encuentra en un proceso de polarización de la riqueza y el consiguiente aumento de la pobreza que ello conlleva, unido a los agravantes de la miseria social que emergen de la misma: la violencia, el desempleo, el deterioro de sus instituciones primarias.

La división no es sólo del capital monetario, sino del capital educativo y cultural. Esto último lo dramatiza el hecho de que cerca del 40 por ciento de los puertorriqueños y puertorriqueñas tiene graves problemas de acceso a la cultura letrada. Es decir, el país está escindido en lo que resulta uno de los aspectos más fundamentales para una reforma social profunda en una era que nos presenta el desafío de la inserción en la mundialización y del manejo de las nuevas tecnologías. ¿Quién sino la Universidad de Puerto Rico, nuestra más importante institución de educación superior, para asumir un papel de liderato en la democratización del conocimiento? Porque de eso es que se trata: de crear un país culto, con educación accesible a todos y todas y no sólo para unas élites económicas o intelectuales.

En los informes educativos tanto de las agencias norteamericanas de evaluación del aprendizaje, tales como el National Assessment and Evaluation Board y el National Center for Statistics, como en los que produce la UNESCO en sus diversas investigaciones sobre la educación latinoamericana se ofrece el dato de que el aprovechamiento está íntimamente relacionado con la condición socioeconómica. Esta verdad recalcada, y una y otra vez evidenciada, parece pasar desapercibida en los debates universitarios cuando resulta ser un factor preponderante en todo proyecto de planificación educativa que pretenda impulsar una educación inclusiva y democrática. Es la misma que ha estado ausente de la política de eliminar las exenciones de pago en la Universidad de Puerto Rico y que ha justificado el alza en la matrícula, lanzando sobre los hombros de los estudiantes una carga económica que debiera asumir el estado.

“¿Qué pasaría”, dice el colombiano William Ospina en su ensayo “La escuela de la noche”, “si, aún admitiendo que la educación es la solución de muchos problemas, tuviéramos que aceptar que la educación, cierto tipo de educación es también el problema? ¡Qué apasionante desafío para la inteligencia, no limitarnos a celebrar la educación en abstracto, sino exigirnos una nueva idea sobre lo que la educación debe ser!” No es en abstracto como debemos de hablar de ese capital intangible que es la educación, como afirma Ospina, sino con propuestas que puedan fortalecer el sitial que ocupa nuestra más importante institución de educación superior.

Empecemos entonces por declarar la necesidad de una autonomía real, una separación de los administradores de los partidos en el poder no importa cual éste sea, como uno de los reclamos fundamentales. Una universidad democrática y plural, respetuosa de los derechos civiles y humanos de todos y todas las integrantes de la universidad no puede formarse sin una verdadera autonomía, sin una desvinculación de las agendas de la política partidista. Son varias las universidades de alta calidad de América Latina que poseen autonomía universitaria, entre las que se destacan la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional Autónoma de México, las cuales no se rigen por el cambio de gobernantes.

En segundo lugar, el componente estudiantil no puede verse como una masa subordinada e infantilizada, sobre todo si ésta puede ser reclutada para la guerra o trabajar en las multinacionales con puestos de responsabilidad, escasa remuneración y pocos derechos laborales. No olvidemos que la reforma de Córdova en Argentina, iniciada en el 1918 por los estudiantes que se encontraban agobiados por fórmulas caducas y arcaicas de entender el saber universitario y su transmisión, fue el motor de importantes y radicales transformaciones de la educación superior en toda América Latina.

El pensamiento alternativo que encarnaron los estudiantes ocasionó una renovación sin precedentes que se tradujo en los siguientes puntos: autonomía universitaria, educación gratuita, la investigación como función de la universidad, una democratización del ingreso a la universidad, la articulación de la universidad con el sistema educativo nacional, el fortalecimiento de la función social de la universidad, la proyección de la cultura universitaria al pueblo y la preocupación por los problemas nacionales, según varios estudiosos de este movimiento. La propuesta de los jóvenes incidió de forma sustancial en la vida social, civil y económica de muchos países y cambió radicalmente la definición y funciones de la universidad.

En Puerto Rico han sido los estudiantes los que nos han sacudido y despertado ante un panorama de desajuste social, de precariedad económica y de crisis en todos los órdenes. Ha sido el liderato estudiantil universitario el que reclama equidad en el acceso a la obtención del conocimiento. En la Declaración mundial sobre la educación superior en el siglo XXI propuesta por la UNESCO en el 1998 se establece que “los responsables de la adopción de decisiones en los planos nacional e institucional deberían situar a los estudiantes y sus necesidades en el centro de sus preocupaciones, y considerarlos participantes esenciales y protagonistas responsables del proceso de renovación de la enseñanza superior”.

En tercer lugar, es necesario volcar la universidad al pueblo, palabra ésta última que no utilizo de manera populista. La propia infraestructura de la Universidad de Puerto Rico, once recintos enclavados a lo largo del país, provee para una gran renovación del mismo, pues bien se pueden convertir no sólo en centros estudiantiles sino en sedes populares de obtención del conocimiento y sus pueblos en ciudades universitarias. Para lograr esta utopía, necesaria para andar, hay que contar con el apoyo de todos los actores sociales.

Un cuarto punto: la co-coordinación de los trabajos universitarios, que distribuya el poder de forma horizontal, podrá lograr una mayor participación de todos los universitarios y una transparencia en los procesos. Desde esta perspectiva los diversos sectores que conforman la universidad tendrán injerencia en el presupuesto de la institución y de su distribución, entre otros elementos.

Por último, cabe preguntarnos, ¿de qué sirve el conocimiento sin la alegría de la solidaridad? Si algo le ha puesto luz a estos días de incertidumbre ha sido la voluntad del canto y de la música, la diversidad de las tácticas de resistencia que han incluido el teatro, los conciertos, la oración, los pétalos lanzados a la policía, más convincentes que el puño y la macana, las madres y padres que reclaman el derecho de alimentar a sus hijos, los policías que se han hecho de la vista larga ante la desobediencia civil y la cálida presencia de los sin nombre, de los más que están allí rodeando nuestra universidad esperando que se desborde. Vuelvo a Ospina, quien de seguro es heredero como muchos de Paulo Freire: “hay que avanzar hacia una educación que no se limite a informar y a adiestrar, que no exagere el culto de la competitividad, que favorezca la capacidad de creación, la alegría de buscar, el espíritu de solidaridad”.

Carmen Centeno Añeses, 18 de mayo de 2010, La autora es catedrática asociada de la Universidad de Puerto Rico en Bayamón