De la calle y en voz entrecortada, gritó su mamá:

“Jorgito, apaga el televisor y ven. Llegó tu hermano. Se deben ir.’’

Desde que abordó el avión hasta llegar al aeropuerto, el rostro del jovencito irradiaba de frenesí. Volteaba la cabeza y saludaba a los otros viajeros que cruzaban su paso.

En la escalera mecánica fue amonestado por su hermano mayor, cuando trató deslizar por el pasamano.

—¿Quién nos viene a buscar? – le preguntó para evitar otro sermón.

—Nadie. Siempre hay personas que llevan a la gente por un par de pesos.

La respuesta cayó en los oídos sordos del mozo, que contemplaba con admiración la suntuosidad del lugar.

Afuera, su hermano consiguió a uno de esos chóferes ambulantes que había mencionado.

Ya fletada la guagua, emprendieron viaje.

Al cruzar el puente, un hedor inundó el vehículo. Avergonzado y con disimulo, Jorgito ojeó a su hermano. De inmediato, suspiró cuando el conductor se quejó de las aguas negras.

La majestuosidad del paisaje nocturno de la ciudad, que se asomaba en la distancia, le devolvió la alegría.

“Tenemos que hacer varias paradas’’, les advirtió el conductor.

En camino a su nueva morada, los edificios ahora se tornaban opacos y, aglomerados unos a los otros, parecían dominós gigantes a punto de desplomarse.

La gente bebía cerveza y aguardiente, y disfrutaba de los juegos de azar y las barbacoas frente a sus casas. Unos merodeaban por las calles y otros buscaban refugio en cualquier rincón.

Después de pasar un terreno de chatarras y cachivaches, el auto se detuvo.

El viejo se echó los cinco pesos en el bolsillo y se le escapó una carcajada que se propaló por la noche, cuando escuchó al mozalbete preguntar:

“¿Dónde está Disney?’’

© David Roche Santiago,  4 de junio del 2011