Nació en Borinquen, barrio de gente pobre y olvidada donde los suspiros se convertían en lamentos que llegaban como oración al cielo. Su padre y su madre eran “Satus Portorricencis”, así que era sata pura.

Un buen día la sata pura se cansó de estar en su barrio. Quizás ese cansancio se debió a las pocas oportunidades que tenía de comer y a los desprecios y golpes que recibía.

Era de pelaje blanco grisáceo. Estaba flaca y desgarbada. Parecía un esqueleto de perro.

A lo lejos veía aquella barrera que creía infranqueable al cruzar el río Abey.  Pensó que más allá estaba su salvación.  Pero tenía miedo a lo desconocido.  Fueron muchas las veces que llegó hasta el cauce del río y viró en redondo.

Ya desesperada, se armó de valor y resueltamente inició el camino hacia lo ignoto. Cruzó el cauce seco de río y como emigrante ilegal comenzó el ascenso del malecón.  Resbaló varias veces en la empinada cuesta y fue a dar con sus huesos al pedregoso cauce, pero no desmayó en su empeño.HPIM2440

Ya exhausta, se percató que había unos peldaños por donde subió lentamente hasta la cima. Varias personas pasaron por su lado sin siquiera mirarla.

En la cresta del malecón miró recelosa hacia todos lados.  Ante ella se descubría un panorama nuevo que la intimidaba.

Su rabo entre las patas reflejaba el miedo que sentía. Estaba nerviosa y hambrienta.  En esas circunstancias llegó a la casa 87 de la calle Degetau.

El primero que la vio fue Koko.  Le impresionó la forma como lo miraba la perra.  Una profunda tristeza se reflejaba en su rostro, que se notaba por esa forma especial que los animales miran cuando los invade ese sentimiento. Él percibió que la perra tenía hambre. En la casa no había mucho pero le proporcionó algo de comer y de beber.

La perra se tragó lo servido y miró a Koko con aire de agradecimiento y como hacen los perros en esa situación movió la cola alegremente. Esta fue la primera vez que alguien la trató amablemente.

Koko se entusiasmó con la perra y la bautizó con el nombre de Perrín.  A la primera oportunidad la presentó formalmente a toda la familia que la recibió con mezcla de pena y alegría.

Los primeros días no se movió de la casa. Cuando adquirió fuerzas suficientes recobró su espíritu aventurero y su conciencia de libertad.  Entonces iba y venía a su antojo. Al estilo de la familia, no se le coartó la libertad.

Al principio comenzó a aventurarse por las casas cercanas, pero siempre regresaba. De esa forma se convirtió en pertenencia de todos, pero ella era libre, no tenía amo alguno.  En cada casa que visitaba tenía un nombre distinto al que ella respondía.

Un día se fue y no se le vio más hasta el cabo de una semana.  Cuando regresó tenía una laceración en el costado derecho.  Alguien, con saña, le había echado agua caliente para que no se acercara por sus predios.

Koko la atendió solícitamente hasta que curó.

Desde entonces Perrín continuó con sus aventuras y ausencias esporádicas, pero siempre regresaba a la casa que la acogió y le prodigaba mimos y atenciones.

Después de una gran aventura, al regreso encontró la casa vacía. La rodeó varias veces y ladrando anunciaba su presencia.  Su desesperación fue total.  Otra vez estaba nerviosa.  Esa noche no cesó de aullar.  Parecía que lloraba la ausencia de los que ahora creía sus amos.

Cuentan los vecinos que al rayar el día, la vieron bajar el malecón, cruzar el cauce seco del río Abey e internarse en  Borinquen.  Nunca más la volvieron a ver.

©2009 Edelmiro J. Rodríguez Sosa

Foto: Lilia E. Méndez