La Clarita era una chica que había perdido la razón muy jovencita. Su rostro delgado y bonito, contrastaba con su falta de limpieza. Usaba un vestido blanco, floreado y sucio, calzaba unos llanques gastados, muchas veces reparados con cáñamo con cera de pichilingues. La rodeaban cinco churres que nunca se soltaban del filo de su vestido. Detrás iba Tapahuecos, su padre, de lentes verdes, gruesos, que espantaba a los manaturalosos con un bastón nudoso, de overal, llevaba una talega donde guardaba su aparato de soldar pocillos y azafates de porcelana despostillados, además de su limeta llena de chicha que de vez en cuando le pedían sus nietos.

Era sabido que las noches de luna llena, la Clarita se le escapaba a don Tapahuecos y se iba por la calle Libertad al fondo de las chacras, donde los manaturalosos la violaban dejándola embarazada, y con otro churre sin padre.
Una noche los adolescentes la esperaron más allá del colegio Industrial, y la vieron como si caminara en el aire con su vestido blanco, esa vez no tuvieron necesidad de sujetarla por los brazos ni las piernas, porque solita se dejó, parecía que se había echado perfume. Lo único que los asustó fue la frialdad de su cuerpo y el silencio que inundó el aire de Chulucanas.

Después de terminado el estropicio, todos salieron corriendo para sus casas, asustados. Un pálpito les decía que no había sido la Clarita, sino la llorona, uno de los muchos fantasmas que caminan en las noches por las calles de Chulucanas.

Esa noche, doña Fedima Yarlequé, que usualmente caminaba rengueando despacito, llegó a su casa de la calle Libertad saltando como una quinceañera, con un suspiro tiró su vestido blanco por un rincón, la peluca de cabello natural para el otro, puso su dentadura postiza en un vaso con agua, se sacudió el polvo de los años, se preparó un café caliente y sacó su perezosa a ver pasar a la gente, con una sonrisa que nunca nadie se la arrancaría.

A la mañana siguiente, la Presidenta de la Comisión de Vecinas Honorables, se sorprendió cuando, camino a misa, la saludó como todas las mañanas, y no recibió respuesta. Se levantó la mantilla para mirarla mejor y no le dijo nada porque Fedima Yarlequé estaba sonriendo, en estado de gracia.

©David Arce

Foto: Fragmento de la pintura: “La reina doña Juana la Loca, recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina”
1906. Óleo sobre lienzo, 85 x 146 cm.
Cuadro de gabinete pintado por Francisco Pradilla y Ortiz en plena madurez de su carrera y facultades, que testimonia una vez más el interés de este pintor durante toda su vida por la atormentada figura de la reina doña Juana de Castilla, tema predilecto de sus composiciones históricas.