Diario de un covidiano-19 boricua.

Podría escribir tanto de mi hospitalización en la unidad de intensivo, que hasta yo me aburriría.

Una noche, abrió la puerta de mi cuarto un hombre boricua que venía a recoger la habitación. Por el tono de su voz, por su mirada de aplomo, sentí que trataba de conectar conmigo. «Dispara le dije, tengo una semilla de jobo verde atravesada en la garganta». Se sonrió. «Vengo a hacer un culto, por usted, me dijo. Para que duerma bien esta noche». Bueno, acepté la oferta. Su culto, si bien hizo una breve referencia al Creador, fue más bien una explicación detallada de lo que él haría para que me sintiera bien. Nada de retórica ni palabrotas ni trajo la Biblia. No se proclamó mensajero de nadie ni buscó sentirse bien con Dios; simplemente se fue a una esquina y me habló a mí y a los espíritus. «Dios padre, dame la fuerza de darle sosiego a este hombre».

Escuchándolo me acordé de las sesiones espiritistas en el Centro de don Jacinto en Hoyin-inglés, en Guayama. Pocos días antes de mi hospitalización, había conversado con Edgardo Román sobre el tema. Le confesé que el espiritismo fue parte importante de mi formación de niño. Esto por su valoración de la vida y la autonomía humana. «Bonsua, examina tu existencia». Pero de mi abuela también heredé un fuerte sentimiento cristiano de base, de solidaridad y empatía.

Ya finalizado su culto, le dije: «Oye, gracias. ¿Y de dónde eres en Puerto Rico?». Su respuesta me llamó la atención. «Bueno, nací y vivo acá con mi esposa y mi familia. Pero mi mamá era de Guayama. Es más, yo soy de Guayama».  Hmm… Joder, pensé, este me lo envió el espíritu de Reuben. Siguió hablando como si me conociera de siempre. «De niño –dijo– me enviaban los veranos allá. Me pasaba correteando por la calle Tetuán».

Le pregunte si quería volver a Guayama. «Sí, me dijo, es mi sueño; lo he tratado, pero si no tienes mucho dinero no puedes. Quieren muchos impuestos para comprar una casa». Regresé y ahora me quedo por acá…».

Esa noche dormí en paz. Llevaba rato inquieto y ansioso, encerrado y aislado en un cuarto del hospital. Periódicamente, venían a medirme los «signos vitales». Casi siempre eran enfermeras jóvenes, de una humanidad enorme, cuyas caras no podía ver con mucha claridad.

Y esa noche tuve también un sueño muy lindo. Soñé que en la entrada de Guayama había un monumento a la mujer emigrante del sureste de Puerto Rico. Me refiero a esas mujeres, que, como mi mamá y mis tías, tuvieron que emigrar a las barriadas más pobres de Nueva York y Nueva Jersey a trabajar como esclavas.

Muchas sufrieron, sufrieron de veras. Mulatas, negras, jabás, de narices anchas, hermosas, llenas de juventud y vida, de nalgas endurecidas al calor de la plena, de sueños mutilados por una sociedad racista, machista y abusadora. ¡Qué una cosa era pelear en Corea, y otra, pelear por la vida y por la familia en las barriadas pobres del imperio!

Ese sureste que tanto ha dado a Puerto Rico, en particular por los esfuerzos y sacrificios de sus mejores mujeres. Región de magia que comienza en los muelles de Arroyo, se trepa por la sierra de Cayey, y discurre, de manera paralela, de Guayama Salinas y a Ponce, por todo el viejo camino del tren. Sin olvidarse de los vientos dulces del Pueblito del Carmen.

Imagino ese monumento a la mujer emigrante del sureste mirando al sur, en actitud protectora, con el puño erguido como don Pedro, pero con un vientre extendido e inmenso que recoja todo el calor del mar Caribe. ¡Sureste mío! ¡Tierra de mujeres valientes, de verbo fuerte, de caderas poderosas, de labios de miel!

Foto: Estatua de la activista Jen Reid, creada por Marc Quinn eregida en Bristol (Reino Unido).