Aquel hombre macilento, con las mejillas hundidas, con la red enmarañada de arterias y venas, atenta al flujo de sangre nueva, abrió los ojos obediente al mandato imperativo.
Recordó alucinado los jardines beatíficos, saboreó gustos nunca gozados, rememoró en un instante aromas exquisitos en avenidas florales,
jamás soñadas por los hombres.Trajo a su mente la celsitud embriagadora de las horas pasadas y entonces, se miró lastimero esta carne flácida ya casi olvidada, que ahora le pesaba tanto.
Pensó en sus hermanas con idénticas iniciales, allá del otro lado…en sus amigos envueltos en remolinos de lágrimas concéntricas …
Todos le parecieron patéticos, infelices condenados al oxígeno.
La voz del Maestro parecía apremiar en urgencias y sonaba estruendosa e imperativa, lo llamaba por su antiguo nombre y él sentía cada vez más distancia entre los gritos del afuera y este su yo, que ya había probado otras mieles.
No le importó nada. La decisión se le imponía en las neuronas. Poco pensaba en las consecuencias que esto tendría en los siglos venideros.
Con las blancas telas de lino improvisó la soga, la ató a tientas en una pétrea saliente de la caverna mortuoria y tambaleante pero certero disfrutó fugazmente del ansiado instrumento para volver al Paraíso.
Un hecho final relatado con gran maestria.