Siempre hablo con orgullo de mi primo segundo, Roberto Serrant Santiago, hijo de mi tía abuela Carmen Santiago Ortiz, tía Carmín.  Siendo muy joven ingresó en la marina mercante de Estados Unidos y por más de treinta años estuvo viajando alrededor del mundo. Eso le permitió visitar todos los continentes infinidad de veces y conocer las ciudades más importantes del globo terráqueo. Da gusto sentarse a escucharle contar sus aventuras por los siete mares y era mucho mejor cuando el tiempo no se había adelantado tanto y podíamos permanecer días y noches en ánimo “escuchandi bebendi”.

A propósito de la anécdota que voy a narrar, recuerdo que mencionaba lo mucho que le alegraba saber que una persona no podía viajar o ni siquiera montarse en un barco por razón de que se mareaba o vomitaba. Decía: —!Qué bueno que se marea, tenemos demasiado de hijoeputas a bordo!— La frase pretende reflejar la eterna aspiración de los marinos, de pasarla bien en las travesías sin estorbos que puedan perturbar la calidad de vida de que se goza en esos navíos y la felicidad que la vida en el mar conlleva.

Para mi madre, igual que para Roberto, el mar tenía un significado muy especial. Creo que fue por los viajes que hizo siendo muy niña de Puerto Rico a New York. Los nombres del Vapor Coamo, Carolina y otros de aquella época le eran muy familiares y como es natural a tono con su afinidad con el mar, le encantaban todos los mariscos.

Recuerdo de niño cuando llegaban al Pueblo los pescadores de La Playa de Salinas vendiendo pescado fresquecito: arrayaos y boquicoloraos, salmonetes y meros. Ella los esperaba puntualmente. Para mí, el pregón rutinario de los pescadores era como una canción de cuna a mis tiernos oídos de niño: —¡Pescao, pescaaaoooo, fresco pescaaaaoooo!— Los traían en una especie de carretilla de madera con una tapa enteriza que al levantarla dejaba expuestas las delicadas delicias marinas, acariciadas por los vidriosos pedazos del hielo de bloque picado a punzonazos, que traía el truck del hielo todos los días a Salinas desde Guayama. Gracias a que no había neveras ni freezers el pescado era el del día, fresquecito, para su consumo inmediato, sin alternativas. Bueno, corrijo, podía venderse poco después, a precio de pescao abombao.

Vendedor pescao En esa época, el pescao se vendía sin escamar entre quince y veinticinco centavos la libra. Confeccionarlo era una tarea artesanal. A mami le gustaba comérselo, pero no le gustaba escamarlo. Por eso, siempre le exigía al pescador una rebaja de precio, ya que según le decía: —Me lo tienes que dar más barato porque ahora tengo que esperar que pase por la calle un buen pendejo y pagarle para que lo escame.— Siempre pasaba alguien de ese talante, imagínense, la calle de Cayey, la arteria principal del comercio y punto de encuentro y de ebullición de la gente del pueblo y del campo en Salinas.

Una vez lograba que lo escamaran, lo salaba y procedía a guindarlo al sol en el cordel de secar la ropa, que se extendía por el patio pasando sobre el soleadero. Ya para las doce, el pescado estaba completamente seco y listo para el ceremonial de tirarlo al sartén, que astillaba a dúo con la candela del fogón. La forma del fogón era como la de una especie de altar con cuatro hornillas, construido en ladrillos pegados con una amalgama de cemento. Tenía cuatro huecos para sacar las cenizas y la pared de la parte de atrás era en lata, que estaba toda renegrida. Mi madre me dijo una sola vez: —¡no te acerques a la candela que eso está caliente y quema! —Nunca me quemé porque sólo toqué el fogón cuando estaba frío.

Realizados los movimientos oportunos a la confección y llegado el momento del ritual de la mesa, no me olvido de esa primera vez: —Dante, esto es pescao frito, tiene espinas que hincan y te pueden ahogar, ten cuidado al comerlo.—

Con esa instrucción sencilla, me lanzó a mi primera comunión con arrayao a los seis o siete años y “¡qué mucho pescao se comía!” Aprendí de memoria la anatomía de los peces, a saber dónde está la carne y dónde están las espinas. Para mí desde entonces disfrutar de un buen pescao frito equivale a oficiar una misa conmemorativa de aquel día sagrado en que mi madre me dijo, parafraseándola:—Come, pero recuerda: tiene carne y tiene espinas.—

Nos encontrábamos en plena Segunda Guerra Mundial. Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Los tanques, los troces llenos de soldados, los cañones, las sapas y los Jeeps era el espectáculo diario. Las sirenas en horas de la noche avisando un “blackout.” La escasez de arroz y de alimentos de primera necesidad era el tema diario de conversación. Era lo que yo oía. —¡Pronto llegará un barco con alimentos! ¡Pronto traerán arroz!— Mientras tanto, el rey de la mesa era el pescao y el arroz de Parcelas Vázquez. Cuando llegaba harina de trigo, entonces hacían pan en la panadería de Pepe Vélez, el tío de José Tomás Vázquez Vélez, apodado Bigball.  Yo tendría algunos cinco o seis años. Mi madre tranquilamente me decía: —Toma esos diez centavos y vete a la panadería y cómprame una libra de pan. Coge por esta calle hasta llegar al final y allí viras para este lado y sigues derecho, derecho hasta que veas mucha gente y ahí es. Haces la fila, das los chavos y esperas por la vuelta.—

La primera vez había casi un motín, la gente peleándose por ser primeros en la fila de despacho. Me las arreglé para defender mi turno y llegué a casa con el pan. Luego fue más fácil por la confianza ganada y la familiaridad con la ruta.

El gusto por los mariscos no era manifiesto sólo por el pescao. Para los años de 1950 y 1951 el tío Aníbal, que vivía en el Barrio Arenal, el de los Guapos, religiosamente en época de reboso de mar llegaba con un saco de caracoles que se conocen como bulgao: manjar desconocido para las nuevas generaciones, acondicionados a los “fast foods” quienes, tristemente engañados, creen que están saboreando una delicia. Esos caracoles se echaban a hervir en agua y luego se despegaban y preparaban con mucho aceitito, en ensalada. Para entonces desconocía eso de “gourmet” pero ciertamente le caía muy bien al plato la clasificación. Para ese tiempo ya nos habíamos mudado para el Caserío Francisco Modesto Cintrón, apartamento número 91.

Como era muy natural y por costumbre, cuando uno llegaba a los once o doce años, los padres concedían permisos limitados para realizar ciertas andanzas, pero terminantemente prohibían acciones como bañarse en lagos, canales o ríos, entrar a piezas de caña o alejarse demasiado del área del Pueblo. Así comenzaron los recorridos de exploración por el Río Nigua a pescar camarones y sagas, comer higos de una tuna que crecía silvestre en el cauce, cazar tórtolas, recoger pepinillos, cundeamores, tomatitos silvestres y otros productos para reforzar la despensa de la casa y de paso se balanceaba la dieta.

Siempre me fue imposible resistir la tentación de un chapuzón en la Poza del Húcar, la Poza de la Moca, la Poza de los Tubos, el Charco del Puente de la salida para Santa Isabel y la Poza del Campamento, entre otras muy famosas entre los muchachos de aquellos tiempos. Todavía mejor era bañarse en lugares como el Lago de Calolo, Lago de Magero, Lago de La Playa, Lago de Caribe, el Lago de Valé o en el Canal de Riego de Las Marías, la Bomba de La Margarita o del Peligro y en La Nevera. Ésta última era una charca que estaba en el mismo cauce de la Boquita del Rio Nigua. Había crecido allí una Ceiba milenaria y por debajo del propio tronco salía un agua cristalina de manantial completamente fría que se podía beber. No era una poza muy honda, pero era rico bañarse en ella y de paso coger unos buenos camarones. Invariablemente mi madre al yo llegar a tiempo, con sólo mirarme sabía de la transgresión y la reprimenda y castigo eran inevitables y contundentes.

¿Y qué tiene ésto que ver con los pescadores de jueyes?

Inexplicablemente, no fue sino hasta que pasamos a vivir a la calle Federico Degetau número 89, de la Ciudad Perdida, en la mismísima orilla del IMG_0148Malecón, que por primera vez tuve la oportunidad de entrar en contacto con mis siempre reverenciados crustáceos, los divinos jueyes. Ocurrió un día, a eso de las dos de la tarde. Los trajo Arcadio Rivera (Cayo), un chofer de guagua pública de la Lapa que tenía una relación amorosa con Iraida García del Real (Toña), una amiga de mi mamá que vivía con nosotros. De inmediato, ante la presencia de mi mamá, Toña, Edelmiro, mi hermano y yo informó: —Los tengo ahí, tienen más de dos semanas en corral y están bien gordos.— Me quedé en babia pues no sabía a qué se refería el dichoso comentario. Sí me di cuenta que se trataba de algo bueno por las caras de alegría y excitación que presentaron Toña y Mami, quienes casi al unísono gritaron: —¡Échalos pa ca! ¡Échalos pa ca!—

Seguidamente, Toña salió para la parte de atrás de la casa y se aprestó a preparar las tres piedras donde se cocinaba con leña en las ocasiones cuando no había dinero para comprar gas kerosene. Me llamó la atención porque ese día había gas. Mami salió disparada para la alacena y de allá me gritó: —“Dante, dile a Pepe (Melero) que me mande un pote de sal.”— Poco después entró Cayo, con un saco muy pesado según se veía porque casi no podía con el mismo. Lo dejó en el patio y volvió a su auto para regresar con un latón de aquellos en que se envasaba la manteca de puerco, que fue la que comimos hasta que se inventaron el cuento del aceite de maíz Mazzola.

El proceso fue muy sencillo. Prender la leña fue cuestión de encharcarla con un poco de gas y esperar que se avivara el fuego para seguir atizando. Se colocó el latón con agua en posición firme. Cuando el agua ya estaba hirviendo a borbotones empezó el sacrificio de los delicados animalitos. Un verdadero espectáculo eso de ir cogiéndolos uno a uno para sumergirlos en el agua hirviendo. Luego se le echó la sal, orégano, cebolla, recao y otros condimentos de lugar. Para la ocasión el periodo de espera pareció no tener fin, pues se acordó darle una hora como garantía de limpieza total. Olvidaba mencionar que en una olla aparte se pusieron a sancochar unos gajos de guineítos verdes conjuntamente con unas yautiítas. Mientras se le daba candela a los animalitos noté que sus cascos asumieron unos un color rosadito tirando a amarillo, otros eran color grisaceo y otros eran azulitos. Ese espectáculo de tanto colorido se me quedó grabado de manera imborrable y es verdaderamente emocionante dar “rewind” para revivir la ocasión.

Habiendo transcurrido el tiempo requerido, estuvieron de acuerdo en que ya deberían estar y se acordó hacer la prueba maestra que comprueba que el juey está listo para comer. Fue algo muy sencillo. Mi mamá fue al latón y extrajo varias patas de jueyes y las trajo hasta la mesa, lugar donde nos habíamos mantenido todos en vigilia anticipatoria de algo grande que estaba por ocurrir.

Por derecho de principiante, la primera patita me la dieron a mí con las debidas instrucciones. Pártela en tres. A la parte más grande, pícale con los dientes un pedacito de cada punta y luego chupa. Así fue que lo hice; al pie de la letra. Cuando chupé, extraje toda la carne de un sólo cantazo y el casco quedó vacío. Así lo anuncié a todos los presentes. Fue un momento de real euforia tal y como la llegada de un atleta triunfante a la meta que se desplaza hacia el lugar a reclamar su trofeo.

Así, como bólidos salieron Toña a apagar la candela, Mami con una olla vacía a sacar jueyes del latón y Cayo por su parte a botar el agua de la vianda para colocarla en un divino platón. Llegaron los jueyes, la vianda, el ajilimójili, cucharitas y tenedores y un juey en cada plato. La mesa se hizo chiquita. Edelmiro y yo continuamos con las patitas. Eso fue lo primero, por consejos de alguien del grupo. —“Hay que dejar que se enfríen un poco.”— Al ratito vi cuando Toña abrió el primero. Estaba amarillito. Cuando yo abrí el mío estaba verdoso y negruzco. Pregunté: —¿Y qué es lo que se come de esto?— La respuesta fue unánime: —cómete todo, menos los cascos.—

Cuando empecé a comer sentí un amargor y así lo hice saber. Como que no sentía el gusto bueno. Parece que mi mamá lo adivinó y me dijo: —Moja el guineo dentro del casco y después te lo comes y verás. Échale salsita con el platanito pintón. Sigue, sigue con las patitas.— Poco a poco se me fue pegando el sabor y a cada prueba el gusto era mejor.

Mientras tanto, todo en la mesa era un chupa que chupa. Eso era lo que yo oía, sumado a los macetazos que se daban sin piedad, directo a la mesa de construcción casera en tabla bruta, para romper las bocas y cuerpos. El latón de jueyes que yo hacía cuenta que era muchísimo resultó pequeño. Cayo alegó que no quería más, ya que una docena era suficiente, Edelmiro y yo nos comimos dos cada uno y el resto del latón se lo comieron entre Toña, una vecina de nombre Iris y mami. Ese primer holocausto de jueyes fue suficiente para quedar prendado de la exquisitez del delicado crustáceo.

Pasaron los años y mi hermano Edelmiro y yo desarrollamos una gran afición por la pesca de jueyes. De momento recuerdo dos experiencias que merecen mención. La primera trata de una expedición de pesca de jueyes que organizó Martin Porrata. Esa tarde, nos reunimos en la casa de Jova localizada en un callejoncito que cruzaba de la calle de Guayama hasta frente del negocio La Guagüita de Juilín Jiménez. Entre otros aspirantes a pescadores de jueyes estaban Martín Porrata, Felix Ortiz, Efrin Ramos, otros dos o tres que no recuerdo, y yo. Martín se pasó hablando desde la seis de la tarde hasta que oscureció del banquete que nos íbamos a dar con los muchos jueyes que habríamos de pescar y de la gran fiesta que se organizaría ese día.

Alrededor de las siete, Jova nos preparó unos tazones de café prieto pues la noche sería una muy larga y debíamos mantenernos despiertos y alertas y qué mejor para eso que un café negro bien cargado.

Es curioso recordar la parafernalia que conllevaba uniformarse de pescador de jueyes. Pantalón largo amarrado con hollejos de mata de plátano a la altura del tobillo para evitar los ciempiés y otros insectos rastreros, camisa de manga larga abrochada en el cuello para defensa del zancual pululante en el área, una gorra que llamaban “burra” que tapaba los oídos y el cuello, un machete amolao hasta el cabo que le decían “perrillo”, un saco de los que se usaban para envasar cien libras de arroz , unos “bueyes”, que eran unas botas de cuero indomable, que hicieron que miles y miles de puertorriqueños mutilaran su pies con los malditos callos que ocasionaban, y un jacho de gas kerosene para alumbrase el camino. Algunos usaban gabanes viejos utilizando los bolsillos para cargar jachos o mechones adicionales. Todos en la tropa estábamos vestidos a la usanza del estereotipo del jueyero.

Tan pronto oscureció, salimos por la Calle Guayama, directo hacia la Colonia Carmen en donde doblamos hacia el Barrio Playita. Atravesando por una pieza de caña, salimos bien arriba en ese barrio para enfilarnos hacia el caño. En cuestión de una hora ya estábamos en pleno territorio jueyero. Caminábamos en fila en los trillos y cuando el camino era ancho lo arropábamos de frente. Cada jueyero o aspirante a jueyero era responsable de mirar con minucia hacia su lado para no perder de detectar un ejemplar. No era noche de luna, la visibilidad era algo escasa y de ahí lo escurridizos que estaban los perseguidos animalitos.

Seguimos la peregrinación hasta llegar a la casa de Don Rejo, que era la única en todo ese sector y ni señas de juey alguno. Pareciera como si alguien misterioso, tal como ocurre hoy en los caseríos, les hubiera avisado que íbamos para el lugar a realizar una redada que los llevaría directo al cadalso. Según avanzaba la noche, la frustración crecía. Ni rastros de jueyes ni de jueyeros, sólo nuestra partida como almas en pena camino al Barrio las Mareas.

A alguien se le ocurrió afirmar que si no había jueyes en el Barrio Las Mareas era porque se habían movido hacia la Central Aguirre, al pasto de Montesoria o por la Hacienda Vieja. Sugirió cruzar por el Bosque de Aguirre y así lo hicimos. En cuestión de minutos nos encontramos perdidos, sin saber si íbamos hacia Aguirre, hacia el pueblo, hacia Las Mareas o hacia dónde carajo. Por el momento, la pesca de jueyes pasó a segundo plano y nos concentramos en rescatar la ruta o dirección. La verdad es que en ese momento nos dimos cuenta de que nadie sabía dónde estábamos ni que azimuto tomar. En un momento dado, llegamos a una quebrada y entonces tomamos la ruta del agua hacia el mar. Entre una cosa y otra habían pasado las horas.

Eran pasadas las doce de la noche, no habíamos pescado ni un solo juey y estábamos perdidos, pero esperanzados en llegar al mar. Una hora adicional nos encontró dando bandazos en la maleza, que no podía ser más espesa. Al final, salimos a un camino y para sorpresa de todos apareció la casa de Don Rejo. Habíamos estado caminando en círculos, por lo que estábamos en el mismo sitio.

Pasado el susto, reanudamos la pesca. Alguien gritó: —¡uuunnn Juuueeeeyyy!—Martín era el afortunado. Había encontrado el primer juey. —“De ahora en adelante es que van a empezar a salir de sus cuevas,”— dijo con aire optimista. Acercándose al grupo juey en mano, listo para echarlo al saco, lo mostró. Entonces Efrin gritó: —¡Ese es un juey barbú, esos no se comen.!— Félix Ortiz dijo: —“No lo suelten, que yo lo afeito y me lo como.”— Siguió la discusión y finalmente se incluyó en el saco como la primera captura.

Mientras tanto, el cansancio se empezó a apoderar de toda la tropa. La frustración crecía y al final se decretó el fracaso de la expedición, su terminación y el inicio del regreso al pueblo. Nunca jamás he sentido un cansancio más grande que el de aquella noche regresando al pueblo desde Las Mareas. Los caminos no tenían fin. Me pesaba la ropa, los pies eran como dos pedazos de plomo, me picaba todo el cuerpo, sentía una frialdad desconcertante pues estaba enchumbao. Realmente casi me estaba arrastrando. Los demás iban en condiciones similares. —“Una noche perdida y un solo juey y pelú, digo barbú— balbuceaba entre dientes, Martín” Y seguía —¿Qué le voy a decir a Jova mañana? Todos los planes se han ido al piso. La comelata de jueyes no va.”— Era una especie de Lamento Borincano pero asociado a los jueyes.

Cuando ya estaba a punto de desfallecer, Efrin indico con regocijo: —¡Estamos llegando, miren las luces del Garaje Lanausse!”— En efecto estábamos próximos al pueblo, sacando fuerzas, ya de madrugada llegamos a la calle de Guayama y ahí nos despedimos para cada cual dirigirse a sus casa y a meditar qué habría de inventar para minimizar los devastadores efecto de una fracasada noche de pesca de jueyes.

Caí rendido en la cama y desperté al otro día en la tarde. La primera noticia fue que me había venido a buscar Efrin para que fuera con él y los otros muchachos a una comelata de jueyes. No lo creí. Sin embargo, por si las moscas llegue hasta la casa de Jova y Elena. Cuál no fue mi sorpresa al encontrar un latón de jueyes hirviendo y guineítos y todo. Nunca había comido tantos jueyes y tan buenos.  Ello en parte porque sobraron algunos debido a que dos invitados a la comelata resultaron ser alérgicos a los jueyes ya qye su ingesta le provocaba piquiña en la garganta y le salían ronchas en todo el cuerpo.  Recordé entonces, en el correcto buen sentido, el cuento de mi primo segundo, el marino Roberto Serrant Santiago, cuando alegre decía:  —!Qué bueno que se marea, tenemos demasiado de hijoeputas a bordo!—

Acabado el banquete pregunté quien había conseguido los jueyes. Efrin, elegantemente contestó que los había pescado en la jueyera de mi hermano Edelmiro.

¿Cóoooooomoooooo? Al llegar a casa, mi hermano Edelmiro estaba rabiando porque le habían robado unos jueyes y él decía que había sido yo. Nunca se lo acepté. Han pasado cincuenta y cuatro años y el otro día cuando visité a Edelmiro en su oficina de abogado, volvió por enésima vez a reclamarme y a increparme, alegando que yo le robé esos jueyes.

Me defendí lo mejor que pude diciéndole que los de ese día no fui yo pero el día de las cuatro docenas que me lleve para Aibonito con mis primo Cachy y nuestro hermano Fui, en ese caso era verdad pero que me considerara como un enfermo, simplemente un adicto a los jueyes.

No le costó otro remedio que reírse. Son cosas de jueyeros y él siempre fue un buen jueyero, un pescador de jueyes de verdad. Yo, simplemente un adicto.